lunes, 18 de marzo de 2013

Vivir para servir, servir para vivir



Nos pasamos buena parte de la vida haciendo una contabilidad muy particular de nuestras relaciones con los demás: con los padres, los hermanos, los amigos… en definitiva, con todos. Ese balance esperamos que sea equilibrado, y cuando no lo es empezamos a pensar que es mejor cerrar esa cuenta.

 
Estamos dispuestos a hacer cosas por los demás, pero esperamos reciprocidad. Obedecemos a los padres, pero esperamos que estos sean solícitos y ejerzan como tales. Ayudamos a nuestros hermanos, pero sin dejar de pensar que ellos están obligados a corresponder. En nuestro grupo de amigos podemos ser los más serviciales, los primeros en ceder o en hacer algo en beneficio del grupo, pero no queremos ser los pringados; esperamos que los demás lo agradezcan y que a su vez también colaboren y sean serviciales.

Todo ello es lógico, pero nos hace pequeños. Si nuestra vocación de servicio merma o desparece cuando no se ve agradecida y correspondida, es que esa vocación ni vale mucho ni es demasiado genuina. El servir no es muy compatible con llevar cuentas – ya sea cuentas del mal o cuentas del bien – ni con aguardar reconocimientos o gratitudes, por lógicas y deseables que éstas puedan ser.

El servir es una forma de vivir, y tiene su plena recompensa y satisfacción en el mero hecho de saber que nuestra vida está dedicada a ello.  Los que no viven para servir, no sirven para vivir. Nosotros debemos hacer que nuestra vida tenga un sentido pleno, y la forma de lograrlo es consagrar la misma al servicio de los demás: padres, hijos, hermanos, amigos, compañeros…de todos.

Miguel G.

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